A finales de junio, el sol se enseñorea en Extremadura. Se levanta con la parsimonia de un anciano poderoso y cubre desde el cielo sus vastas posesiones. Todo cuanto roza le pertenece y le debe la vida. Las maternales cigüeñas blancas y las esquivas cigüeñas negras, los buitres y las águilas que rasgan el aire desde las escarpadas cumbres de Gredos, los tristes alimoches, los halcones que otean minúsculos y desvalidos roedores, las coquetas perdices, las vacas retintas, los mansos corderos, los alcornoques de piel de corcho, las encinas de sombras aplastadas y sus tiernas bellotas, el agua lánguida que llevan los estanques y la que ruge en las gargantas, los ríos majestuosos, y los pequeños gorrinos negros que nos miran asombrados desde sus charcas. Son todavía pequeños, corretean haciendo saltar las orejas, nos enseñan rabitos minúsculos, de tirabuzón. Algunos son negros como el tizne, otros grises como días de noviembre, olisquean esta y otra brizna, se entretienen en una bellota caída, mascan sin parar y nos dan la espalda con la indiferencia de quien goza, dueño y señor, de un hermoso lugar bajo la capa del sol. En la dehesa hay tanta vida que uno no puede dejar de mirar en todas direcciones, retorciendo el cuello para que la vista le alcance hasta el infinito, aquí y allá, dejándose llevar por la voz asombrada de un niño que señala las alas de los pájaros que vuelan, andan o anidan.
Pero la dehesa, compartida por tantos seres vivos, es el paraíso del gorrino trotador, del deseado pata negra, el cerdo más ibérico que puebla la ibérica piel de toro, el animal más entronizado, odiado, esperado y venerado de una península que hizo del tocino y el toro sus señas de identidad. Y Extremadura es uno de los pocos rincones en los que el visitante puede ver en su propio hábitat a este cerdo que poco tiene que ver con sus congéneres de piel blanca. Aquí, los negros son libres.
Ciertamente, a cada cochino le llega su san Martín, por eso los ejemplares que vemos en las dehesas de Cáceres o Badajoz en esta época del año son todavía jóvenes. Aún faltan unos meses para que lleguen las matanzas y bastantes más para que acaben colgando sus hermosas patas traseras de los secaderos de Montánchez, donde hemos ido a sentarnos en su pequeña plaza y degustar una platito del jamón más delicioso del mundo, aquel que no hay que desgarrar con los dientes, pues sólo la lengua y el paladar deben rozar semejante delicadeza. Basta esta operación para que las papilas gustativas se extasíen y empiecen a enviar señales al cerebro indicándole que se halla ante un placer inigualable. Una loncha de jamón cortada “como si lo hubiera de comer una vieja”, es decir, en forma de V y casi rozando la transparencia, es una de esas maravillas gastronómicas a las que uno no debe renunciar jamás, pues, además de ser gloria comestible, es saludable como la pradera en la que pastó el feliz dueño de esa pata.
Fragmento de la Ruta Gastronómica por Extremadura en proceso de maquetación. Inés Butrón.
atable
noviembre 16, 2010 @ 07:06
Por supuesto. Gracias por leerlo.
Inés B.